Hijas de Lilith: El legado de la sangre (2024)


Capítulo 13

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Capítulo 13

Con cuidado, dejó que el líquido resbalase por el borde inferior de la puerta. Vivía en una perpetua anemia por la pérdida de sangre, que se esforzaba por reducir al máximo. Al menos ya no se mareaba ni perdía la conciencia, igual que el dolor no la atormentaba para dormir.

Cuando pensó que el charco era lo suficientemente grande, se apartó unos pasos y cogió carrerilla. Sabía que aquello iba a doler, pero era justo lo que necesitaba.

El golpe contra la superficie rígida de la puerta le recorrió el cuerpo con una vibración de dolor creciente. Sentía todos sus huesos a punto de quebrarse, doloridos por la maldición que la quemaba por dentro y el porrazo que había hecho retumbar su esencia.

Cayó al suelo con un grito agónico que no tuvo que fingir y permaneció allí tumbada, a la espera. Los pasos cansados del único cazador en el pasillo no tardaron en escucharse.

—Encima de que me toca pringar como un gilipollas —murmuró una voz al otro lado.

La sombra de un cuerpo oscureció la rendija inferior de la puerta. Klara permaneció quieta, inerte. Mantenía su esencia todo lo replegada que podía en el interior de su cuerpo. Si por casualidad el carcelero era un brujo, no quería que descubriera que seguía viva.

—Joder. —El sonido pringoso de la sangre en las botas le llegó con claridad a través de aquella pequeña rendija de la puerta—. ¿No tenías otro momento para hacer el imbécil?

El rectángulo de luz que se dibujaba en el suelo de la celda quedó cubierto por la sombra redondeada de una cabeza al asomarse. La puerta emitió un sonido metálico y se abrió con cuidado. Klara continuó quieta, con los músculos flácidos. Contuvo las ganas de emitir un grito de dolor cuando la puerta empezó a empujarla por encima del suelo de cemento al abrirse.

La bota del cazador apareció ante ella. Podía sentirlo incluso con los ojos cerrados. El pobre ni siquiera era un brujo, se lo estaban poniendo fácil. El hombre se inclinó para examinarla maldiciendo en voz baja; los dedos le presionaron el cuello bajo la barbilla en busca de un pulso que Klara se esforzó en ocultar. Parar el corazón era fácil, siempre que no tuviese que hacerlo mucho tiempo.

La mano se apartó con rapidez.

—Una zorra menos —dijo, y le propinó una patada leve en la pierna. El escozor que le produjo el contacto con la piel quemada se expandió hasta la cintura—. Entiendo que quisieras matarte antes de que lo hiciese nuestra Diosa.

El hombre le dio la espalda y cogió el comunicador del pecho. Abrió la boca para empezar a avisar de que la bruja de la celda de protección se había suicidado abriéndose la cabeza contra la puerta, pero su garganta no emitió ningún sonido.

Con los ojos abiertos, observó la mano roja que le atravesaba el pecho. «¿Pero qué…?», pensó, pero su boca continuó muda. El sabor de la sangre inundó su garganta y escupió un hilo de baba roja. La mano retrocedió en un movimiento rápido y dejó a la vista el extremo blanquecino de un esternón roto que sobresalía de su pecho. La cascada negra que salió del agujero dibujó un lecho de sangre sobre la que cayó con un golpe seco.

Lo último que sus ojos consiguieron enfocar fueron unos pies achicharrados que salían de la habitación.

El doctor Vega miraba el coño abierto de la hereje. Aquello no tenía ninguna buena pinta. La bruja sudaba, agarrada a los bordes de la camilla con todas sus fuerzas. La mujer que habían conseguido como anestesista intentaba conseguir que la bruja controlase la respiración, pero estaba tan nerviosa que no había forma de mantener un ritmo. De todas formas, no era eso lo que le preocupaba.

Vega se alejó de la camilla para acercarse a Guzmán. Sus ojos grises lo observaron con severidad.

—¿Cuánto le queda para parir? —dijo en un susurro que consiguió erizarle los pelos de la nuca.

—Ha dilatado siete centímetros —carraspeó—, pero no creo que podamos hacer un parto natural sin matar al cáliz. Creo que viene de culo. No se ha colocado bien para el parto, aún le quedan un par de semanas y con lo acelerado que ha sido todo…

—¿Qué necesitas? —Sus palabras no parecían ofrecer ayuda, sino que transmitían una clara amenaza que le instaba a conseguir que el cáliz naciese rápido y bien.

—Un brujo que compruebe que la niña no tiene el cordón umbilical enrollado en el cuello y que me asegure que está mal colocada —dijo con seriedad—. O eso o un aparato de ecografías, pero creo que no sería tan rápido. —El tono insolente provocó que Guzmán levantase una ceja en señal de advertencia. Le dio igual: aquel niñato necesitaba sus servicios, no le interesaba amenazarlo en una situación así.

Guzmán asintió y le hizo un gesto a Miguel para que se acercase a la camilla. Se aproximaron a paso rápido, con los gritos rasgados de la bruja al sufrir otra contracción. Si aquella imbécil no aprendía a respirar de forma correcta iba a terminar asfixiada y sin fuerzas antes de tiempo.

Dejó que el brujo extendiese los brazos encima de la barriga abultada de la bruja. Curioso que evitase mirarla a los ojos. El doctor Vega desconocía cuáles eran sus motivos para defender a una bruja: la Diosa la destrozaría en cuanto despertase, igual que había hecho con casi todas las que presenciaron su primer despertar años atrás.

—El cordón está bien, creo —dijo con voz monótona y los ojos fijos en algún lugar en el punto indeterminado de la sala—. Pero el cáliz no tiene colocada la cabeza hacia abajo.

Sin esperar a una respuesta, Miguel se alejó para volver a colocarse a la derecha de Guzmán. El doctor Vega se giró para mirar a la bruja.

—Vamos a tener que realizarte una cesárea —sentenció. Mirando a la anestesista de cabello gris, añadió—: Necesitaremos al enfermero otra vez. Llámelo. Empezaremos de inmediato.

Caminó por el pasillo con seguridad. Había tenido que retroceder para quitarle la identificación al cadáver del cazador; necesitaba la tarjeta para abrir las puertas. No sentía la presencia de ninguna bruja encerrada en aquellas habitaciones. Solo el cadáver medio momificado de una mujer permanecía en el interior de una de esas salas de aislamiento.

Si no se equivocaba, los cazadores habían llevado la daga al fondo de aquella zona de seguridad. Había dejado de ocultarse al ver que no había nadie más vigilando las celdas. Menuda mierda de seguridad. Los cazadores se habían confiado al ver a su diosa tan cerca de ser revivida.

Pasó la tarjeta por el lector y la puerta se abrió con un pitido electrónico. Las luces de la habitación cuadrada se encendieron de forma automática al entrar. Klara contuvo la respiración un instante. Allí había mucho más de lo que había imaginado. De las paredes colgaban restos de huesos negros como la noche. Fragmentos del Primer Dios, retorcidos e imposibles.

Sin embargo, todos resultaban demasiado grandes y ninguno estaba afilado como para resultar una amenaza. Klara comprendió que aquellos fragmentos eran utilizados para crear las aleaciones de las armas que usaban los cazadores. Ninguna tenía la pureza de la daga de Tyriej, de eso estaba segura. Solo el dios oscuro Tyriej tenía el poder suficiente para forjar un arma con huesos del Primer Dios Sin Nombre.

Ignoró los trozos negros que no le servían para nada y continuó su búsqueda. Al fondo, otra puerta daba paso a una sala similar.

Una luz se encendió a su paso para iluminar la nueva habitación. Klara contempló el soporte que tenía ante ella, similar al que usaba Ursula para colgar las catanas de decoración que tenía en su casa.

—Mierda… —musitó.

Alguien había cogido la daga antes que ella.

El bisturí cortó de forma precisa la piel tirante de la mujer. Normalmente una tela le impediría asomarse para que no se pusiese nerviosa, pero estaban en una situación especial. Aquello no era un paritorio, ni el bebé que iba a nacer era un niño cualquiera.

Apartó el tejido adiposo con el bisturí y, con un par de pinzas, la mujer que lo acompañaba estiró el mesenterio. La membrana de piel se cortó con facilidad para dejar a la vista el saco embrionario.

Lidia observaba entre lágrimas la mirada severa de su madre. Estaban en el hospital después del accidente. Ella apenas había resultado dañada, solo un par de puntos en la frente, una herida que ya casi había cicatrizado por completo. Su madre, sin embargo, había perdido mucha sangre y su hermana seguía ingresada, en coma.

—Te vi hacerlo, Lidia —le dijo su madre con los ojos inyectados en sangre—. Vi lo que le hacías a tu hermana, vi cómo jugabas con su sangre en el coche. ¿Creías que no me había dado cuenta? Tú la has matado. Eres una asesina.

Huyó de la habitación. No quería escuchar la voz de su madre, pero sus palabras la perseguían por el pasillo del hospital.

El doctor Vega realizó el corte con cuidado. Estaba acostumbrado a estos procedimientos, pero temía que la emoción que le corría por las venas se manifestase en un temblor inoportuno. La bruja, dormida de cintura para abajo, estiraba la cabeza intentando observar el proceso. No debería sentir dolor, pero la piel tirante la advertiría de que algo estaba pasando.

Estaba en el coche y la sangre le caía por la frente. Un tirón en el estómago le hizo inclinarse hacia delante. La sangre salía de su vientre, pero estaba demasiado asustada para gritar.

Lo único que recordaba era el claxon de un coche y después el mundo entero se había dado la vuelta. Miró hacia su derecha y vio el cuerpo inerte de su hermana. El terror se apoderó de ella.

Lidia hizo un esfuerzo para quitarse el cinturón de seguridad y se arrastró hacia ella. Había tanta sangre que ni siquiera conseguía ver de dónde salía. Las manos le temblaban mientras zarandeaba a su hermana con cuidado. «Vamos, despierta, por favor».

El dolor en su vientre era cada vez mayor y las lágrimas se le acumulaban sin llegar a caer.

Cerró los ojos, como había hecho otras veces cuando algo le dolía mucho, y se concentró en hacer que el sufrimiento parase. Le servía cuando se daba un golpe o cuando se cortaba con un papel. La mayoría de las veces ni siquiera le quedaba un moratón después.

El dolor de su barriga remitió un poco y Lidia se la tanteó con cuidado. Parecía que la herida se había cerrado un poco.

Cogió las manos de su hermana y pegó su frente a la cabeza de ella. «Voy a curarte». Se concentró para intentar despertarla, como hacía algunas noches cuando tenía miedo. Solo tenía que pensar en que quería que despertase y su hermana, en la cama junto a ella, abría los ojos.

«Venga, despierta», pensó. Y estiró las manos, tanteando la herida en el cuerpo de su hermana pequeña. «¿Por qué no se cura?».

—Lidia, ¿qué haces? —La voz asustada de su madre la desconcentró y abrió los ojos justo a tiempo de ver cómo cientos de gotas de sangre bailaban a su alrededor—. ¡No la toques! ¡Suéltala!

Su madre se retorcía en el asiento delantero y alargaba los brazos hacia ellas para separarlas. Lidia permaneció congelada, con las manos introducidas en el vientre abierto de su hermana.

La cabeza blancuzca y peluda de un bebé quedó a la vista en la pequeña abertura realizada en el vientre de la bruja. Cogió las agarraderas de metal para poder sacarla con cuidado. Colocó primero la inferior y luego la superior. Las ajustó con rapidez y tiró con pulso firme. La cabeza, manchada de sangre, asomó fuera del agujero. Con cuidado, tiró para facilitar la salida del resto del cuerpo.

—Tú la mataste —le repitió su madre.

La mantenía agarrada con fuerza de la mano y la obligaba a mirar al ataúd blanco que descendía poco a poco hacia el hoyo bajo la lápida con el nombre de su hermana.

—Vi lo que hiciste con su sangre, Lidia —dijo con asco—. No vuelvas a hacer eso. Jamás. Eres una asesina.

Lidia solo quería gritarle a su madre que ella había intentado salvarla.

La criatura, caliente y pringosa, quedó apoyada sobre la superficie auxiliar. Se apresuró a abrirle las vías respiratorias con la pera de goma mientras el enfermero se inclinaba para cortar el cordón umbilical. El llanto agudo de la recién nacida resonó en el silencio expectante de la pirámide.

Estaba limpiando la encimera de la cafetería cuando sintió un fuerte dolor en la parte baja del vientre. Se dobló sobre sí misma, incapaz de contener la potencia del pinzamiento que la arañaba desde el interior.

Cerró los ojos un segundo y la visión fantasmagórica de un ser imposible se dibujó en el fondo negro de sus párpados. La camarera se agarró con fuerza al borde de la barra de la cafetería para no caerse.

—¿Se encuentra bien? —le dijo la clienta que estaba sentada ante ella. Había dejado el café sobre el plato y la miraba con ojos bien abiertos.

—Sí, ha sido un calambre —mintió.

En su interior, la visión de la Diosa entre Dos Mundos acompañada del llanto agudo de un bebé no dejaba de atormentarla.

—La nueva Lilith ha nacido —dijo Arcana, agarrada con fuerza a la mano de Astrid para no perder el equilibrio—. La he escuchado llorar. Tenemos que darnos prisa.

Ursula terminó de abrir el portal más cercano hacia el lugar que había señalado Vetusta. El destino de todas las brujas pendía de un hilo, por no decir que el resto del mundo estaba a punto de ver renacer a una diosa cruel que no se contendría a la hora de arrasar ciudades enteras para dar caza al resto de deidades.

Sentía los músculos del cuello en tensión, atenazados por el miedo que le inspiraba aquella situación que se le había ido de las manos. Tendrían que haber quemado a aquella bruja sin esperar al juicio. O al menos tendrían que haberse deshecho de aquella criatura que crecía en su vientre.

Ahora ya era demasiado tarde.

—Estamos preparados, pero tendréis que avanzar antes de que lleguemos —dijo uno de los cuerpos femeninos de Yurme. Por alguna razón que no llegaba a comprender, el Múltiple se había unido al aquelarre de Mamá.

Asintió sin apartar la mirada de los ojos dorados y deformes del dios. Sin pensarlo dos veces, avanzó hacia el desierto de hielo de la tundra. La pirámide de cristal se dibujó en el horizonte.

Guzmán tomó el cáliz en sus manos. El cuerpo blando y rosado se retorcía con un lloriqueo molesto que se le clavaba en los oídos. Una parte de él deseaba mirarla con asco, pero su sangre era tan importante que la veneración superaba la repulsión que crecía en su interior.

Dejó a Miguel junto a la hereje. Había prometido que la dejaría vivir y así sería. Aztarte la juzgaría al despertar. Con paso firme les dio la espalda y subió las escaleras hacia la parte superior del corazón de la Diosa. Observó la masa gris, inerte, que pronto se llenaría de sangre pura y divina dispuesta a devolver el poder a la Diosa entre Dos Mundos.

Apoyó la masa quejica de carne sobre el cristal. Los llantos del bebé creaban una sinfonía adecuada para aquel instante, resonando en el hueco vacío de la nave piramidal. La superficie pulida y transparente estaba inclinada, de forma que la sangre resbalase hacia un embudo de cristal que la recogería en el interior del sagrado corazón de la diosa.

Liberó el cuchillo alargado y negro que llevaba colgado al cinto. Había sido una suerte encontrar la daga perdida de Tyriej. Estaba entre los restos del cuerpo quemado de la condesa. Parecía que sí que tendrían que haberse preocupado por seguir a aquella bruja que había revivido, pero el destino había jugado a su favor. La condesa estaba muerta, tenía el arma legendaria en su mano y el cáliz de sangre pura lloriqueaba ante él, a la espera del golpe que le diese la muerte que merecía.

Levantó el filo negro sobre su cabeza. Había pensado mucho en qué utilizaría para rasgar la delicada piel del cáliz. Muchos cazadores temían que un objeto corriente no consiguiese hacerle daño alguno. Al fin y al cabo, su sangre era pura, no estaba mezclada con sangre humana que la hiciese débil a armas comunes. Ningún artefacto era capaz de hacer sangrar a un dios, excepto aquellos hechos con los huesos del Primer Dios Sin Nombre.

Por eso encontrar la daga legendaria había sido tan importante. La victoria estaba asegurada. A Guzmán le pareció una bella forma de justicia poética: devolver a la Diosa a la vida con la misma arma que la había condenado a la muerte.

Con una sonrisa triunfal, bajó el cuchillo con fuerza y el llanto dejó de escucharse.

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